Estaba pensando en que en breve hay que arrancar con el armado del arbolito y toda esta parafernalia navideña, cosa que por otro lado, aunque a muchos les aburre, a mí me encanta debo decir.
Estaba pensando también en que Papá Noel tiene que empezar a ver qué regalitos va a traer para la familia. Y pensando en eso me acordé de mis navidades en la infancia. Me encantaba que llegara el 8 de diciembre y armar el arbolito. Toda la previa de elegir adornitos, ubicarlo en un lugar, decorarlo, todo eso me encantaba. Mi familia no era especialmente de esas familias en las que todos se reunían todos a festejar la Navidad, sí Año Nuevo, pero Navidad como que cada familia la pasaba en su casa. Y aún así, a pesar de ser un festejo “solitario” la pasábamos bien.
Me puse a pensar también en regalos “memorables” que me haya traído Papá Noel.
Uno de los regalos que más recuerdo fue un par de zapatos. En vez de elegir algún juguete esa Navidad había pedido un par de zapatos. Hacía semanas que los había visto en una vidriera. Eran de cuero blanco, con una carita tipo pac-man bordada arriba y tenían unas suelas de goma de colores, un pedacito de cada color: verde, rojo, amarillo, azul, así toda la vuelta del zapato. Creo que lo más me gustó cuando los vi fue precisamente la suela. Cuando vi el paquete en el piso al costado del arbolito de Navidad supe que eran esos zapatos. Y ya de antemano estaba feliz. Desde que abrí la caja y me los puse no me los saqué más hasta el día en que venían los Reyes, que decidí dejarlos junto con el pasto y agua para los camellos.
Al otro día, “los Reyes” en mi casa habían desparramado pasto y agua y revoleado los zapatos al patio. Cuando los fui a buscar los agarré, metí la mano para sacarles el pasto y ahí, mai god: salió una cucaracha, la más grande que haya visto. No sé si conté acá que tengo fobia a esos bichos, fobia mal, de esas que hacen que de noche no salga a los jardines, y que si veo alguna es mejor que esté con alguien porque puedo terminar desmayada. Haciendo terapia actualmente para ver si logro sacarme este pánico absurdo llegué a la conclusión de que el origen de tanto miedo puede tener que ver con esa imagen infantil: un invasor en mis zapatos favoritos.
El otro regalo que recuerdo como de los mejores fue una muñeca, que quizás alguna recuerde por su nombre: Fiorella Sabor. Fiorella era una muñeca al estilo dibujito de Frutillitas; con un vestidito blanco con frutillitas dibujadas, y un gorro haciendo juego sobre un pelo de lana color fucsia furioso. Traía un heladito de goma colgado del cuello, con un olor riquísimo que te perfumaba la habitación.
Fiorella andaba conmigo para todos lados. No importaba si yo estaba saltando las alcantarillas, o armando casas en el baldío: ella venía conmigo. Siempre con los pelos enredados y el vestido bastante sucio, rara vez tenía la suerte de ser tratada como las demás muñecas: nunca un paseo en cochecito, ni una mamadera mágica pobre.
Pasaron los años y las muñecas quedaron en el olvido. Siempre la veía a la pobre muñeca metida en una bolsa arriba de un placard. Me mudé, nació mi hijo, volví a mudarme a mi ciudad natal de nuevo, nació otro hijo varón... Un día mi vieja me llama y me avisa que venía para casa con unas cosas que tenía que tener yo: se apareció con una bolsa llena de ositos de peluche, unas remeras de mi viaje de egresados y en el fondo de la bolsa estaba ella: Fiorella Sabor.
¿Qué querés que haga con esto má?-
Guardála- me dijo –quizás algún día tengas una hija y se la puedas dar para que juegue.
Tengo dos varones pensé, número de hijos más que suficiente a mi entender. No le voy a dar a un varón una muñeca para que juegue y no pienso tener más hijos.
Pero, con todo el cariño que le tenía la verdad que la vi y no la pude regalar. La guardé, otra vez, en lo alto del placard.
Al tiempo, sin haber estado planeado, quedé embarazada, y el día que me enteré que iba a tener una nena, me acordé de la muñeca.
Hace unos meses, cuando Lola empezó a tener un poco más de conciencia de los juguetes, bajé a Fiorella del placard. Todavía, no miento, tenía olor a frutilla en el heladito. La lavé con cuidado, le planché la ropa y se la di. Ver la cara de felicidad de mi hija con esa muñeca fue un momento impagable. Pensar que algo con lo que yo había jugado 20 o 25 años atrás, ahora la hacían divertir a ella es genial. Y mucho más cuando vi que la tradición se repetía: nada de arrumacos suavecitos ni cariño maternal, Lola arrastra de los pelos a la muñeca al igual que lo hacía yo.
De tal palo, tal astilla. Otra vez Fiorella, caíste en las manos equivocadas.